La infancia en la naturaleza nos hace más libres
La cabaña de pastores
A los pies de Picos de Europa, después de cruzar un riachuelo, atravesar un bosque de hoja caduca y crestear una serie de lomas, se abre un pequeño valle, sobre el que descansa una cabaña de pastores. Durante los meses de verano, cuando el calor apretaba, los vaqueros guiaban a sus reses a los valles más altos, para que tuvieran pastos verdes y frescos en los que rumiar. Por las noches, se alojaban entre esas cuatro paredes de piedra cubiertas de tejas, al calor de la chimenea cuando bajaban las temperaturas, que alimentaban con palos y troncos del valle.

Me gusta imaginar que, las noches sin luna, se tumbaban al raso a mirar las estrellas, como algunas veces he hecho ahí mismo de niña. He visitado esa cabaña con mi familia desde que tengo memoria. Probablemente sea uno de los lugares más recónditos en los que haya estado y, sin duda, uno de mis favoritos.

El reto de hacer excursiones con niños
Desde que tengo hijos, me gusta llevarlos cuando puedo. Es un reto para los padres, porque hay una edad, entre los dos y los cuatro años, en la que no quieren ir en mochila de porteo, pero tampoco aguantan todo el camino a pie. Lo más habitual es que se pasen el cincuenta por ciento del tiempo a hombros de algún adulto. Pero, al final del día, casi siempre compensa la emoción con la que viven la experiencia. Este pensamiento nos animó a hacer una excursión a la cabaña en semana santa con los niños.

Primeros pasos del ascenso
Amanecimos temprano el viernes y, a las diez de la mañana, con una vara de avellano en la mano, empezamos el camino. Tras sortear el riachuelo, la pandilla de cuatro y cinco años, acompañados por algunos adultos, encabezaron la expedición y enseguida los perdimos de vista. Por detrás iban mis tíos, que subían con el sosiego y el placer de caminar que se adquiere con la edad. Cerrando el grupo, iba yo con un bebé a la espalda y mi hija de tres años de la mano, junto con mi marido y mi tía. Aunque comentamos que nos tocaría llevar a la niña en brazos la mitad del trayecto, yo me reservaba la idea de que tantos meses en La Casita seguro que se notaban.

Nuestra casitera en la montaña
Mi tía nos acompañaba con la ternura condescendiente que tiene la gente del norte hacia los de Madrid. Les parece que, todo lo que tenemos de espontáneos y simpáticos en sus playas, lo tenemos de ruidosos e inexpertos en sus montañas. Pronto se dio cuenta de que nuestra casitera jugaba con ventaja. Lo primero que le llamó la atención es la capacidad de observación de la niña. Se paraba a mirar algunas plantas, recogía piedras y reconocía bichitos que se encontraba por el camino. También contaba anécdotas relacionadas con palos y caracoles, conocía palabras complicadas para su edad como «oruga procesionaria» y sabía que las bayas no se comen porque pueden ser venenosas. Además, se empeñaba en subir con su mochila puesta, porque ahí guardaba «su almuerzo» y un poco de agua. Mi tía estaba sorprendida. Intuyo que ni siquiera sus nietas a esa edad tan temprana se movían por la montaña con tanta soltura.

Naturaleza en la infancia para vivir con libertad
Tal y como había sospechado, apenas hubo que cargar con mi hija en brazos durante el trayecto. Tantos meses en La Casita han sido un grandísimo entrenamiento para esta excursión y, para mí, un regalo: cada vez que la veo correr por la Dehesa de la Villa o recibo fotos de sus juegos entre árboles, pienso que, a su forma, ella visita la cabaña todos los días.
Tengo el convencimiento de que los recuerdos de infancia en la naturaleza nos convierten en adultos más conectados y con mayor conciencia, capaces de poner en perspectiva el ritmo exigente de las grandes ciudades y de decidir hasta donde dejarnos llevar por ello. Quien atesore un trocito de cabaña, de dehesa, de campos abiertos o valles cerrados en lo más sagrado de su memoria, tiene el secreto para vivir el resto de su vida como una persona mucho más libre.


Teresa Figaredo García-Mina