Conchas y agujas de pino
Juego libre y naturaleza
Hace unas semanas recibí un mensaje de WhatsApp de Coro, una acompañante de La Casita, en el que me enviaba una foto con la frase «¡Es una constructora nata, me alucina todo lo que construye cada día!».
En la imagen veo a mi hija de dos años, concentrada, colocando unas agujas de pino sobre un conjunto de conchas vacías de caracol. Sonrío, agradecida, de que este sea el feedback que recibo de su escuela.
El aprendizaje natural
Desde que soy madre, me sorprende la manera generalizada de medir en hitos los primeros años de nuestros hijos: «¿cuántas tomas hace?, ¿cuántas horas duerme?, ¿ya anda?, ¿ya habla?, ¿sabe contar?, ¿reconoce los colores?, ¿se sabe las vocales?, ¿come sola?, ¿se viste sin ayuda?» y un largo etcétera.
Trasladamos nuestros parámetros de control y éxito al mundo de los niños. Como si saberse los colores con tres años o recitar las vocales antes de primaria fuera garantía de una beca en una universidad de prestigio.
Cuando la realidad es que, en edades tempranas (entre los cero y los cinco años), lo único que debería importarnos es que lo pasen bien: su manera de integrar conocimientos nuevos es precisamente a través del juego y desde su propia curiosidad.
Entre los adultos, percibo cierta obsesión en torno a la estimulación temprana. Pero, en hijos sanos es, sobre todo, una fuente de gasto innecesario, culpabilidad y frustración en los padres y, en más casos de los que somos conscientes, de estrés e irritabilidad en los propios niños.
La industria de los juguetes blande las justificaciones más sofisticadas para convencernos de que hay un nuevo producto que va a desarrollar las capacidades de nuestros hijos de forma innovadora y, en definitiva, mejor. Sin embargo, en estas primeras etapas, no hay aula o método que pueda compararse con una zona verde y la compañía de otros niños. Así de sencilla es la fórmula mágica, como casi todo en la infancia.
Menos hitos, más juego
Con esto no quiero negar que existan una serie de hitos que midan el desarrollo normal de un niño, pero esos deberíamos dejarlos para la consulta del médico y solo cuando realmente tengamos entre manos un caso que requiera una atención especial.
Fuera de esa restringida casuística, nuestra preocupación debería reducirse a velar por que nuestros hijos crezcan en un entorno seguro, tanto físico como emocional, y que aprovechen y desarrollen en todo su potencial la increíble capacidad del juego.
La magia de La Casita
Habrá quien quiera entender que, según estas líneas, los niños no deben aprender los colores ni los números en una edad temprana, pero quiero concluir todo lo contrario: si los dejamos jugar, los aprenden solos, sin necesidad de dedicar un ítem curricular a ello.
Y, para muestra, un botón: hoy en casa he sacado una caja de rotuladores para ganar tiempo y así terminar de enviar unos correos. Mi hija los señalaba mientras me explicaba «este es el verde; este, el marrón; este, el rosa.
Y este, ¿cuál es, mamá?» «El amarillo», le he respondido, desconcertada. Justo hacia el final del verano reflexioné sobre su ritmo de aprendizaje y, cayendo en los «hitos» y en las odiosas comparaciones, pensé en su hermana a su edad y en otros niños de su año.
Estimé que quizá ya debería saberse los colores, aunque no hice nada al respecto. Ahora, dos meses después de correr por la Dehesa de la Villa, coger caracoles los días de lluvia y crear construcciones con conchas y agujas de pino junto a un grupo de niños y bajo la atenta mirada de las acompañantes de La Casita, mi hija reconoce la mayoría de los colores.
Teresa Figaredo García-Mina